Melvin Cantarell Gamboa
30/05/2023 - 12:05 am
Usos de la moral y la respuesta nietzschiana
Efectivamente, los hombres ven a su prójimo y lo miden como bueno o malo según sus propios valores producto de relativismos culturales, bueno si es útil a sus propósitos; malo el hombre que no se ajusta a esa evaluación y sobresale.
“La verdadera moral se burla de la moral”. Federico Nietzsche.
Los actos humanos, buenos o malos, vistos desde el punto de vista del bien general, forman el universo denominado moral.
Sócrates, fundador de la moral teórica, considera que quien conoce la verdad no puede sino practicar el bien, la ignorancia es la causa del mal; sólo el conocimiento de la verdad nos hace seres moralmente buenos. Su discípulo Platón creó patrones universales, a los que denominó valores, con los que son juzgados los comportamientos humanos. Aristóteles identifica la moral con la virtud, que se adquiere con la repetición de actos considerados honestos; su práctica hace a los hombres moralmente buenos. Descartes considera la moral, como una de las tres ciencias prácticas junto con la mecánica y la medicina; la reduce a un conjunto de reglas para la dirección del espíritu y vivir mejor. Kant, siguiendo esta línea, dicta un conjunto de axiomas incondicionalmente obligatorios de acuerdo a los cuales se debe actuar para ser moralmente buenos. Hegel, poco después, considera que la moralidad se realiza en el seno de la eticidad.
Nietzsche, como buen abogado del diablo, piensa que esas concepciones de la moralidad se dedujeron de la compasión y de la consideración de que la moral se deriva de la desdicha y que sólo se llega a ser bueno por la piedad que se siente ante el sufrimiento de los demás, pero, afirmó, estos moralistas, estrictamente hablando, solamente quieren imponer sus ideas para así poder juzgar y vivir en paz consigo mismos, cuando en rigor, se trata sólo de máscaras morales; en realidad la moral es una fuerza terrible y engañadora que ha corrompido a la humanidad entera (El viajero y su sombra).
Efectivamente, los hombres ven a su prójimo y lo miden como bueno o malo según sus propios valores producto de relativismos culturales, bueno si es útil a sus propósitos; malo el hombre que no se ajusta a esa evaluación y sobresale. Dice Nietzsche en “La ciencia jovial” (Editorial Colofón. Madrid, 2001): lo que los hombres llaman dañino, puede quizás ser útil a la conservación de la especie, mientras que aquellos que contemplan con benevolencia o con esa moral enferma que produce la moral platónico-judeo-cristiana, que domina a todos y cada uno de quienes enfrascados en su conservación egoísta son ajenos a todo sentimiento de amor a la humanidad y que al juzgar, desde el concepto de pecado o de culpa, sus juicios pierden inocencia y se alejan de la verdad; pues, al no admitir excepciones o puntos de vista diversos, con su forma única y precisa de decidir lo que es moral, en realidad están imponiendo una manera de ser bueno con interpretaciones equivocadas, pues dejan fuera todo acto que no se apegue a lo que establece la ley divina, la axiología platónica, las máximas morales de Descartes o las normas universales de la ética kantiana; soluciones que han desembocado en la incurabilidad del “alma”.
Ante este panorama se hace necesario recuperar lo humano y hacer justicia al mundo de la inmanencia y cuestionar toda moral dirigida a la “salud del alma” (que no existe). Ahora bien, la propuesta niezschiana, ante la experiencia de la moral judeo-cristiana-platónico-kantiana tiene como tarea causar daño a esta estupidez y recuperar para el hombre la capacidad para curarse a sí mismo, sin importar el signo de los acontecimientos y conquistar su propia autonomía moral respecto de los valores imperantes, de resistencia frente a los poderes que la encarnan y que sólo subsisten en épocas en que la razón permanece sujeta.
Los prejuicios y temores morales se superarían si concebimos la psicología humana como producto de la evolución de la voluntad poder (Nietzsche); entonces, la obra pendiente será domeñar la fuerza de los convencionalismos morales que ha impuesto la tradición y que tan a fondo han penetrado el mundo espiritual actual con resultados nocivos, paralizantes, ofuscadores y distorsivos. Ahora bien, para superar, el obstáculo que hoy representan habrá que emplear, obviamente, resistencias inconvenientes para el estatus quo, pues una crítica auténtica de la moral del hombre poderoso, que muestre la derivabilidad de su moral de instintos perversos como avaricia, avidez, ansia de dominio, odios, etc.) y su imposición como medio para que éste alcance sus fines y sus proyectos de dominio, exige la organización de los débiles para modificar la actual economía global de la vida y contrarrestar esta potencia que tiende a su acrecentamiento interponiendo la barrera de una terapéutica de la vida filosófica basada en la libertad, la independencia y autonomía de los individuos (Nietzsche. Más allá del bien y del mal). Sólo la simbiosis de filosofía, ética y ciencia neuronal pueden abrir el camino a una prometedora solución a este problema.
Ni el conocimiento ni la fe, ni Sócrates ni Lutero pueden darnos la habilidad ni la fuerza para la acción; bajo el imperio de la visión dominante de la moral platónica-judeo-cristiana, el hombre desprecia primero las causas, luego las consecuencias y, por último, la realidad, refiriendo todos sus sentimientos a un mundo imaginario y superior; por lo que para resolver el problema hay que ir a su origen y, por lo tanto, a la necesidad que de ella hubo. En este caso a la historia de los sentimientos morales que surgieron del hábito, que se transmitieron por herencia y educación, que se fueron formando en la medida en que probamos o no su conveniencia o perjuicio para la vida han entrado en crisis debido a que los sentimientos morales no son universales ni definitivos y los que hoy dominan las relaciones humanas son inservibles para resolver nuestros dilemas morales; se conservan porque detrás de ellos están los juicios, las apreciaciones que hacen de ellos las preferencias, antipatías y experiencias fundadas en conveniencia, más que en la razón.
De ahí que cuando se habla de fines de la moral ha de pensarse en la conservación y mejoramiento de la sociedad y toda respuesta responder a las siguientes interrogantes: ¿Para que la moral? ¿Para sacar al hombre de su animalidad? ¿Para la conservación de la especie? ¿Para una mayor dosis de sentido común? ¿Para la dicha y felicidad de la humanidad? ¿No ha creado la moral más amarguras y más descontento de las personas consigo mismas, con su prójimo y con la forma de vida elegida? ¿Por qué se elige la moral para obtener resultados?
La respuesta ha de tomar en cuenta los siguientes errores de principio: la moral ató y sometió el pensamiento a una autoridad que se hace más incierta y arbitraria en cuanto más nos internamos en esferas humanas más extensas y complejas; la solución empezaría por descartar todo lo arbitrario en una decisión de carácter moral, lo que permitiría guiar nuestros actos con menor grado de error; si fuésemos mejores observadores descubriríamos que los promotores de la moral de la autoridad no ven la bondad de la acción, sino lo que es peligroso para ellos, la pérdida que podría sufrir su poder o su influencia en el instante en que cada uno reconociera su derecho a obrar con arreglo a su propia razón y por su propia cuenta.
Los preceptos llamados morales son en realidad dirigidos contra los individuos y no tienden en modo alguno a la dicha de estos ni contribuyen al bien de la humanidad, mucho menos pueden servir como guía para una vida buena. Las pretensiones de la moral en relación a la humanidad son, en rigor, una sinrazón.
Intentemos en lo que sigue socavar la fe en la moral de los moralistas, de los que creen conocer el bien y el mal y que, a los otros sólo les corresponde obedecer, pero de ninguna manera opinar, ser libres y discurrir con autonomía e independencia o ver en la moral un problema.
Termino con un ejemplo de pensar la moral fuera de la racionalidad: El Gobierno norteamericano emite cada año informes que incluyen juicios severos sobre otros países por violación de los Derechos Humanos; lo hace desde la perspectiva de su propia moral con la intención perversa de mantener una apariencia altruista y ejemplar cuando, en estricto, responde exclusivamente a sus intereses y egocentrismo teórico y económico; sus argumentos neoliberales los viste con el ropaje idealista del desarrollo de los pueblos, la libertad y su cristianismo podrido. Desde esta perspectiva México, Cuba, Venezuela, Nicaragua, Irán y otros países son violadores consuetudinarios de derechos humanos, en tanto ellos, “líderes morales del mundo”, ocultan sin contrición que torturan en centros de detención clandestinos de la CIA en varias partes del mundo, entre 2001 y 2009, principalmente. Tienen dos millones de presos en sus cárceles, el 25 por ciento del total mundial, principalmente afroamericanos y latinos. Es el único país avanzado que mantiene la pena de muerte; practica detenciones arbitrarias, viola los derechos de las mujeres, prohíbe la lectura de muchos autores, persigue y prohíbe la libertad de expresión (ejemplo la persecución contra Julián Assange), consiente, en su territorio, la explotación del trabajo infantil, limita los derechos laborales; arguyendo su poder, es impune ante los tribunales internacionales a ser juzgado por sus crímenes de guerra y otras lindezas (Ver: David Brooks. American Curios. La Jornada, lunes 27 de marzo).
Los discursos y declaraciones de este moralismo (que incluye a la derecha y a los conservadores mexicanos, como veremos a su tiempo) son mentiras asfixiantes cuyos fundamentos son totalmente cínicos, propio de la moral de los dominadores. Son vicios morales de los que saben que son perjudiciales en el orden de la existencia, pero suficientemente poderosos para la protección y conservación de su mezquina avidez. Su falsa edificación como modelo moral busca ingenuos que la hagan suya y la imiten; normalmente son sólo predicadores que tratan de inculcar sentimientos grandiosos y elevados que disecan la auténtica vida moral, la dejan sin vida, se limitan a juzgar mientras, en los hechos, ellos viven de otra manera y aparentemente desinteresados en obtener ventajas.
Los privilegios que han obtenido se remontan al uso convencional que los pueblos han hecho, mediante engaños y mentiras, de los sentimientos morales que las élites han impuesto con el señuelo de la utilidad general por generaciones y por diferentes motivos: tradición, costumbres y su ejercicio desde la infancia; sin embargo, la moral, como dijimos más arriba, no ha salido de la utilidad sino de la conveniencia del más fuerte. El sentimiento humano cargado con infinidad de dolores, impiedades, mentiras, engaños, durezas, frialdades se debe al hecho de creer, crédulamente, que la avidez de beneficio de los dominadores es ajena a su voluntad de poder y que el capitalista, tratándose de moral, es tan desinteresado como cualquiera de nosotros.
La moral derivada de la Ilustración (principalmente Kant y Hegel), encontró una justificación a sus concepciones en el “principio de esperanza” (Ernst Bloch), que se realiza con sólo mirar al cielo y confiarle a él la vida y lo que viene: el futuro, el desarrollo y el progreso; es la mirada optimista de los pueblos con conciencia ingenua e inteligencia dormida que se dejan llevar sin resistencia y se adaptan sin rebeldía a las insatisfacciones, dolores y derrotas. Sólo una comunidad que pone en marcha sus defensas y su potencia puede no solamente alcanzar el equilibrio ante sus enemigos de clase en base a la justicia social, sino imponer su predominio y algo más: su hegemonía.
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